sábado, 15 de agosto de 2009

Ruido, ruido...

A lo largo de un proceso lento pero inexorable hemos estigmatizado el silencio, el interior y el circundante, de suerte que vivimos sumergidos en el estruendo, el parloteo y la irreflexión.
Ya es una norma rechazar y sospechar de los lugares silenciosos y, por tanto, casi siempre, poco frecuentados. Se ha convertido en una triste rutina dar por casualidad con un bar acogedor, semivacío y carente de música de fondo y escuchar el comentario unánime de mis acompañantes: vámonos a otro sitio, que esto está muy muerto. Lo mismo ocurre con los restaurantes. Es cierto que conviene tener en cuenta la opinión mayoritaria de que si no hay nadie comiendo en un lugar es porque es malo o caro o ambas cosas. Pero, muchas veces esto es totalmente injusto y no explica, además, por qué nos sentimos atraídos por la masa y preferimos comer arrinconados en un metro cuadrado o en un lugar horrible que, debido a su éxito, se convierte en un sitio pintoresco; o por qué insistimos en colocar nuestra toalla empotrada entre otras dos, con la creciente posibilidad de propinar un puñetazo a nuestro compañero de celda mientras nos extendemos la crema bronceadora.
Entre tanto, nos hemos acostumbrado a "pasear" por calles repletas de taladradoras, bocinazos, y frenazos de autobús. Nos sentamos en terrazas urbanas en las que debes gritar para hacerte entender mientras una máquina espantosa riega una calle en la que hace tan solo una hora ha caído una lluvia torrencial. Las calles se levantan y se vuelven a adoquinar en una espiral desquiciante. Al principio, se ofrencían explicaciones: la televisión por cable, el gas natural, la renovación del alcantarillado, pero ya ni se molestan. Los albañiles representan el mito actualizado de Sísifo, vestidos de monos fosforescentes, imperturbables, haciendo, deshaciendo y rehaciendo lo deshecho.
Pero, lo cierto es que, a lo mejor, el problema es solo mío, porque he comprobado reiteradamente cómo para la gente molesta lo mismo el grito de una golondrina que la bocina de un camión, el mecedor sonido de un tractor que la detonante intrusión de una excavadora y que les es igual despertar con el canto de un mirlo que con un radiodespertador sintonizando Cadena 40.
¿Y qué pasa con nuestro interior? Que no existe. Se huye patológicamente de la introspección y la meditación. Quizá nos aterrorice enfrentarnos con el hecho de nuestra inevitable muerte o nos horrorice comprobar en qué clase de esclavos sociales nos hemos transformado al correr de los años. Por eso, cuando uno llega a casa, enciende la tele para oir lo que sea: ruido y más ruido, no sea que en el silencio de nuestra sala nos dé por pensar y nos decidamos a cambiar las cosas.
Schopenhauer dedica todo un capítulo a lamentarse sobre el ruido:
"El ruido es la más impertinente de todas las molestias, ya que interrumpe, y hasta quebranta, aún nuestros propios pensamientos. No obstante, cuando no hay nada que interrumpir está claro que nada se sentirá especialmente".
Las autoridades nada hacen para evitar el ruido: al contrario, lo fomentan. Solamente parece molestarles el del "botellón". Pero es obvio que del botellón no es precisamente el ruido lo que les preocupa. Marcuse nos ofrece la explicación de este fomento del ruido por parte del poder:
"las condiciones de aglomeración y estrepitosidad de las sociedades de masas provocan en el individuo todo tipo de frustraciones, represiones y miedos que se resuelven en auténticas neurosis. El capitalismo nos precisaría aturdidos, pues de otro modo seríamos incapaces de soportar esta sociedad demencial, irracional e injusta. No podríamos atender siquiera a las necesidades productivas del sistema, y el ruido sería así casi como una droga"

2 comentarios:

. dijo...

Lo que se me venía a la cabeza mientras leía la entrada resulta que ya lo habías puesto con la cita de Marcuse. Efectivamente el ruido, junto con otros muchos caminos para desviar la atención y engañar, es uno de los medios para atontar y distraer a la gente.

Imagino que también es una forma de conseguir hacer vivir a los que lo sufren en un estado de ansiedad y temor. Luego, cuando no hay salud, no hay condiciones para que las cosas funcionen. Precisamente el miedo explica mucho de lo negativo de lo que es capaz el ser humano.

Saludos.

Dizdira Zalakain dijo...

La verdad es que el verano es una época terrible para los ruidos. Este día llegué a casa cabreada después de hacer unas compras en Donosti, llena de polvo, calor y ruido. Y eso que vivo en el campo. Pero ni el campo se libra de las motos y los coches tuneados maquineros. Esta moda, tardíamente, ha llegado al Norte y, además, aquí, con el buen tiempo, la gente se vuelve como loca. En fín, ya llegará el Otoño.
Saludos.